Memorias veraniegas de una mesa de ping pong

Memorias veraniegas de una mesa de ping pong
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Queridos, gracias por escucharme, a veces me siento tan sola que creo que mi vida no tiene sentido. Bueno, en realidad no tiene mucho sentido, al menos no lo tiene ahora, que me dedico durante toda la jornada a cubrir la puerta de una finca, allá por el norte de Madrid, despiezada y convertida en poco más que dos tableros de madera que cierran el paso al corral, a la vez que aportan intimidad a un montón de vacas. Con lo que yo he sido, y ya nadie me quiere.

Bueno, hay alguien que me quiere aún y me considera, esa bendita Raquel que hace unos días me dedicó un post y me trajo a la actualidad, a mí y a todos los de mi raza. Nada que ver con esa desagradecida altanera, Marta se llama, que no tuvo el detalle de incluirme entre los muebles imprescindibles para un verano perfecto. Con su pan se lo coma, arrieritos somos.

Pues eso, que me veo malviviendo en la campiña sin una pelotilla de ping pong que echarme a la red; yo, que he sido la estrella de los veranos en la casa de los García. Si, vale, fui la estrella un verano, cuando un día alguien me encontró en Pentathlon, al lado de otras mesas, algunas más lujosas y otras una piltrafilla, para qué negarlo. Yo siempre he estado en la media, ni mucho ni poco pero muy lozana. Y sólida, sobre todo sólida.

Mesa de ping pong en su esplendor

El caso es que aterricé en un patio serrano muy aparente, y me integré en una populosa familia con algunos cachorrillos a los que entretener. Al principio todo iba bien. Los chiquillos jugaban conmigo de manera espontánea hasta que se hartaron de emular a Zhang Jike, y el cabeza de familia, que veía peligrar su prestigio como inversor, les obligaba a jugar una hora al día so pena de quedarse sin comer ese día. Mundo cruel, temprana decadencia.

Pero yo hacía como que no pasaba nada, muy digna, como soy yo. Pasé el invierno en el porche bajo una funda, y al verano siguiente, cuando creía que el reencuentro iba a ser la bomba, los García descubrieron mis estupendas prestaciones como mesa de comedor de exterior y sobre mí pasaron infinidad de platos llenos de grasa y colesteroles de los malos. Malditas barbacoas, ahí se les atraganten.

Dos veranos más sujetando botellas de refrescos, y tras un otoño en que me utilizaron como mesa de carpintero, en una degradación sin precedentes, llegó el despiece y el declive. Como una jauría de machacas de la mafia, se armaron de serruchos y alicates y me desmembraron, que no tuvieron la decencia de procurarme un entierro digno o una adopción en condiciones.

No duré mucho tiempo junto al contenedor de plásticos; un pastor que volvía de su finca se enamoró castamente de mí y me llevó con él. Y aquí estoy, al solete en el campito, ni tan mal, que de vez en cuando las vacas me lamen. Es su forma de expresarme su amor, al fin y al cabo, soy quien les protege del mal. Su guarda jurado.

Imágenes vía | David Boyle en Flickr, Stevep2008 en Flickr
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